¿Como era la situacion de la familia en tiempos de Jesus?

La estructura social de Palestina es de signo patriarcal. Lo indican así ya los modismos de la lengua. «Casa del padre» es la designación hebrea de la familia. En esta «casa del padre» gobierna el padre como señor absoluto. De ahí que padre y señor estén en inmediata conexión. La familia hebrea es una gran familia y el padre puede ser a la vez el jefe de una estirpe. Como la poligamia, que existió antiguamente entre los israelitas, continuó siendo lícita en el judaísmo primitivo, pertenecen a la casa tanto los hijos y las hijas de la esposa principal como los de las esposas secundarias, juntamente con los criados y criadas, esclavas y esclavos. El amo en ella es el padre, a quien corresponde no sólo el derecho de disponer y de dar órdenes, sino el de castigar; en la casa es el padre un sacerdote que celebra el sacrificio y pronuncia las oraciones, especialmente la bendición de la mesa; pero también es un maestro. Esto último no es un cometido fácil. En Prov. 4,l ss se encuentran los preceptos que como tal lo caracterizan: «Oíd, hijos míos, la doctrina de un padre y atended bien para aprender prudencia. Porque la doctrina que os enseño es buena; no abandonéis, pues, mis enseñanzas. También fui yo hijo tierno de mi padre, unigénito bajo la mirada de mi madre; y él me enseñaba diciéndome: retenga mis palabras tu corazón...».

La posición del padre está, por tanto, investida de la autoridad suprema. Es significativo que la Ley de Israel tenga en cuenta el menosprecio y malos tratos del padre, pero no contemple siquiera el parricidio. La autoridad del padre depende de una manera decisiva del hecho de ser éste el titular responsable de los bienes de la familia y de que sean los hijos sus herederos, en tanto que las hijas aumentan la hacienda paterna con el precio pagado al padre por los pretendientes por su compra.

El padre y la madre están amparados por el prestigio de un precepto cuya observancia implica especiales promesas: «Honra padre y madre»; una orden que se encarece una y otra vez. En ella se coloca a la madre junto al padre. Como madre, la mujer es acreedora de un respeto peculiar. Se la trata con reverencia, pues los hijos son don, regalo y bendición de Dios, y por sus hijos es la mujer bendecida. Por eso a las madres de los grandes hombres se las tributa un homenaje especial, para el que puede servir de ejemplo el de la madre de Jesús (Lc 11,27). Padre y madre son, para los rabinos, que en este punto posiblemente están influidos por la filosofía popular estoica, «compañeros de Dios en la procreación»; por ello acepta Dios las honras concedidas a los padres como si le fuesen dirigidas a él, en tanto que castiga su menosprecio como si a él se le menospreciara. Es significativo el hecho de que Jesús exprese escuetamente la esencia de Dios con el nombre de Padre, considere a sus discípulos como la familia de Dios y proteja siempre el derecho de los padres frente a cualquier menoscabo (Mc 7,1-13; 10,19). La mujer es honrada como madre y está, en calidad de tal, bajo el amparo y la admonición del cuarto mandamiento. Se estima la esterilidad como una vergüenza que impone Dios a la mujer (cf. Lc 1,25).

Los poetas judíos crearon dos figuras femeninas, cuyo nombre se mencionaba con estima en los círculos judíos: Ester y Judit. Tales creaciones demuestran que hubo mujeres que supieron hacerse respetar. La antigua literatura sapiencial ensalza a las esposas y su fidelidad (Prov. 12,4; 18,22; 19,14; 31,10.31; Eclo 36,27ss; 26,13ss). Empero, la tendencia general del pensamiento judío en el período posterior al Antiguo Testamento es la de postergar y menospreciar a la mujer, en contraste incluso con su posición en el antiguo Israel. Esto se manifiesta en su posición en el culto. En el Templo de Herodes se había destinado un atrio a las mujeres, separado del atrio interior de los varones, al que se daba el nombre de «atrio de Israel». El atrio de las mujeres tenía incluso una galería que permitía observar lo que acontecía en el atrio de los varones, pero estaba quince escalones por debajo del atrio de Israel (Josefo, Bell. V 5, 2; Middoth 2, 5-1).

También en las sinagogas están los varones y las hembras rigurosamente separados. Sinagogas había en las que la estancia de las mujeres o la galería de las mujeres tenía un acceso aparte, de forma que las mujeres no tuvieran contacto alguno con los hombres. Sólo se celebraba el culto divino en las sinagogas cuando, al menos, había presente una decena de hombres, en tanto que no se computaba el número de mujeres (Abot 3, 6ss; TB Ber. 6a). Las mujeres son sospechosas de practicar la magia; de Hillel procede el dicho: «Muchas mujeres, mucha magia» (Abot 2, 7). En favor de la fidelidad dogmática de las mujeres judías hablan los testimonios de su celo por los mandamientos de Dios y por su pueblo; baste con mencionar aquí, junto a las figuras de Ester y de Judit, la madre de los siete mártires de la época de los macabeos (2 Mac 7).

En la expresión colectiva «mujeres, esclavos, niños» se advierte el escaso aprecio en que se tenía a la mujer. Para Josefo, es «inferior en todo al varón» (Ap. II 24). El rabí Juda ben Hay dice: «Tres glorificaciones es preciso hacer a diario: ¡Alabado seas, que no me hiciste pagano! ¡Alabado seas, que no me hiciste mujer! ¡Alabado seas, que no me hiciste inculto! Alabado, que no me hiciste pagano: todos los paganos son como nada ante él. Alabado, que no me hiciste mujer: pues la mujer no está obligada a mandamientos. Alabado, que no me hiciste inculto: pues el inculto no teme al pecado» (Tos. Ber. 7, 18). Con ello se roza la posición de la mujer con respecto a la Ley. Al rabí Eliezer se atribuye la sentencia de: «Quien enseña a su hija la Tora, le enseña necedades» (Sota 3, 4); de él procede también la frase: «Mejor fuera que desapareciera en las llamas la Tora antes de que les fuera entregada a las mujeres» (TP Sota 3, 4, 19a 7). Se consideraba que las mujeres eran ligeras de cascos e incapaces de recibir instrucción (TB Sab. 33b). Nueve partes de la charlatanería del mundo les son asignadas (TB Qid. 49b). La Tora no vincula a las mujeres del mismo modo que a los varones. «A todos los mandamientos relativos a un tiempo determinado están obligados los varones, en tanto que las mujeres están libres de ellos» (Qid. 1,7). La mujer está exenta de la obligación de peregrinar a Jerusalén en las grandes fiestas del año, de residir en los tabernáculos y de agitar la rama en la Fiesta de los Tabernáculos, de recitar la Sema Yisrael y de ponerse las filacterias.

Las mujeres no están obligadas a la acción de gracias en la mesa. Por el contrario, la mujer está obligada a todas las prohibiciones de la Ley y expuesta a todo el rigor de las penas que dichas prohibiciones comportan. Está obligada a la oración principal del día, a la oración de la mesa y a santificar las jambas de la puerta durante la Sema (Dt 6,9). No se le escucha en juicio como testigo ni puede aparecer ante un tribunal como testigo de cargo de la acusación. Sus derechos los hacen valer su padre, si está soltera, y su marido, cuando está casada. La viuda carece de protección y de derechos; de ahí que ya los profetas exijan no violar el derecho de la viuda y velar por él (cf. Sant 1,27). A ninguna mujer se le permite adquirir esclavo judío. Por lo demás, está excluida de la vida pública. Ya Eclo 9,9 dice: «No te sientes nunca junto a una mujer casada ni te recuestes con ella en la mesa. Ni bebas con ella vino en los banquetes, no se incline hacia ella tu corazón y seas arrastrado a la perdición». José ben Yohanán dice: «No hables mucho con la mujer» (Abot 1, 5); por una conversación innecesaria que transcurre entre marido y mujer se le piden explicaciones al varón en la hora de la muerte». Todo ello revela que se considera a la mujer como un ser esencialmente sexual, que actúa seductoramente sobre el hombre. Cuando hay huéspedes en casa, no se le permite tomar parte en el banquete; escucha por eso a la puerta de la estancia de al lado lo que se habla durante la comida. «No se permite el ser servido por mujeres». Le está prohibido saludar en la calle (TB Qid. 70ab). Por el contrario, toma parte en el sábado y en el banquete de Pascua. Tal es su posición, según la estableció el rabinado cuando se hizo farisaico.


En los círculos saduceos y también en las casas de la gente acomodada se tenía una mentalidad más liberal. En el campo no se cumplían al detalle los preceptos de esta índole. En los círculos más legalistas, las mujeres y las hijas nubiles quedaban encerradas en los gineceos y sólo podían mostrarse en público cubiertas con un velo. De las hijas nubiles dice Ben Sirá: «Una hija es para el padre un tesoro que hay que guardar, un cuidado que quita el sueño, porque en su juventud no sea violada y aborrecida después de casarse... Que su habitación no tenga ventana, ni en la alcoba donde por la noche duerme haya entrada que dé a ella. Que no muestre su belleza a ninguno ni tenga trato íntimo con mujeres» (Eclo 42,9ss). Del año 173 a. C, cuando fue amenazado el tesoro del Templo por Heliodoro, se refiere: «Las mujeres, ceñidos los pechos de saco, llenaban las calles, y las doncellas recogidas concurrían unas a las puertas del Templo, otras sobre los muros, algunas miraban furtivamente por las ventanas y todas, tendidas las manos al cielo, oraban» (2 Mac 3,19ss). En 4 Mac 18,7 se encuentra la confesión de: «Yo era una pura virgen y jamás había traspasado el umbral de la casa del padre». La madre Kimhit, que había tenido siete hijos, que todos fueron sumos sacerdotes, reconoce: «Jamás vieron mis trenzas las vigas de mi casa»; iba, según eso, velada también en casa (TB Yomá 47a). Sólo el día de sus nupcias se le permitía a la mujer mostrarse en el cortejo nupcial con la cabeza descubierta.

Los motivos para este trato de la mujer están en gran parte motivados por los preceptos de lo puro y lo impuro. Si figura dentro de lo que produce impureza todo lo que tiene algo que ver con la vida sexual, la mujer se encuentra ya, en virtud del proceso de la menstruación, en un estado de impureza que reaparece regularmente. Después del parto conservaba su impureza durante cuarenta días si había dado a luz un hijo y ochenta si su vástago era una niña (Lv 12,2ss). Durante ese período ni siquiera podía penetrar en el antepatio de los paganos en el Templo.

El sentido de la vida de la mujer se agota en la maternidad. Cuando se circuncidaba a un hijo se solía pronunciar la plegaria: «Tal como le trajiste a la Alianza (por la circuncisión). ¡Ojalá pudieras llevarle también a la Ley y a la cámara nupcial!» (Tos. Ber. 7, 12; TJB Sab. 137b). Se tiene, pues, en alta estima al matrimonio, sobre todo en razón de la descendencia. El rabí Eliezer decía: «Todo aquel que no practica la procreación semeja a alguien que derrama sangre» (TB Yeb. 63b). Por la procreación se conserva Israel y se acrecienta; quien no la practica, disminuye a Israel y con ello la imagen de Dios. El matrimonio se funda en el mandamiento de Dios de Gn l,27ss. En Israel eran corrientes los matrimonios a edad temprana. A las niñas se las desposaba con frecuencia a los doce o doce años y medio de edad, pues hasta ese momento el padre tenía sobre sus hijas capacidad plena para disponer de ellas.

Los varones se casaban en una edad comprendida entre los dieciocho y los veinticuatro años. La boda se establece en los desposorios. Los precede la petición de mano ante el padre, que realiza el pretendiente, un comisionado suyo o su padre. La sigue el contrato de boda, que está unido a un precio de compra que debe pagar el novio. En él se decide sobre el ajuar de la novia, que continuará siendo posesión de la mujer aunque quede a la disposición del marido; la dote, que es propiedad del marido, y la escritura de boda, una suma que recibe la mujer en caso de divorcio o viudedad.
El marido adquiere a su mujer. La adquisición es paralela a la adquisición de un esclavo: «La mujer se adquiere por dinero, documentos y coito...; el esclavo pagano se adquiere por dinero, documentos y toma de posesión (es decir, por, el primer servicio que hace a su señor)» (Qid. 1, 1 y 3). El desposorio, que se realiza mediante la entrega de un regalo a la novia, da el fundamento legal a la boda. La joven esposa pasa de la posesión del padre a la de su marido. En caso de morir éste antes de la boda, se convierte en viuda; un desposorio puede deshacerse con una simple carta de repudio. Si la novia tiene relaciones con otro hombre es considerada adúltera, lo que puede ser castigado con la lapidación, en tanto que la adúltera casada recibe el castigo de la estrangulación. Como en ambos casos era preciso que testificaran el adulterio dos testigos, la pena de muerte se aplicaba relativamente en pocos casos. Por regla general, entre el desposorio y la boda transcurriría un año. Esta comienza cuando se va a buscar a la novia a casa de sus padres, donde se celebra la fiesta previa al desposorio. La sigue el traslado a casa del novio, en el que toman parte los huéspedes de la fiesta de la anteboda, y allí se consuma el matrimonio con la primera cohabitación. Las leyes que rigen el matrimonio están minuciosamente establecidas en una serie de tratados de la Misná.

Marido y mujer tienen entre sí mutuos deberes. El varón debe cuidar apropiadamente de la mujer; ha de procurarle alimento, vestido y vivienda; si ella es hecha prisionera de guerra, debe divorciarse; cuando enferma, debe proporcionarle las necesarias medicinas; cuando muere, ha de cuidar de su sepelio; como mínimo deben figurar en él dos flautistas y una plañidera. La mujer le lleva al marido el cuidado de la casa. En él entran, junto a la preparación del pan y la comida, la atención de los vestidos, el arreglo del lecho y la elaboración de la lana. Ella, o las hijas, debe lavar al padre la cara, las manos y los pies, lo que no le es lícito al varón exigir de otro varón si no es pagano, ni siquiera de un esclavo judío. Todo esto muestra la situación de sumisión de la mujer al marido. Se advierte también ésta en el hecho de que pertenezca al marido todo lo que la mujer encuentra o elabora. Si se le ocurre hacer una promesa, el marido puede deshacerla en caso de que menoscabe sus deberes.

El hombre es el amo de la mujer. La esposa del campesino y la esposa del pobre son una y otra sus colaboradoras; trabaja con él la tierra, le ayuda a vender sus productos. La mujer en los círculos acomodados vive retirada en el gineceo con su servidumbre. Los esposos deben prestarse regularmente sus mutuas obligaciones conyugales. Así, por ejemplo, está minuciosamente establecido por cuánto tiempo puede sustraerse a su mujer un doctor de la Ley para el estudio de ésta. El rabí Sammay concede en tal caso dos semanas e Hillel sólo una. «Los discípulos que emprenden viaje para estudiar la Ley pueden estar ausentes, incluso sin permiso, treinta días; un trabajador, una semana» (Ket. 6, 6). Apenas hay testimonios que permitan reconocer la existencia entre marido y mujer de una mutua comprensión y comunidad de vida. Empeoraba esta situación el que fuera posible la poligamia. Josefo dice claramente: «Existe entre nosotros la costumbre, heredada de los antepasados, de tener al mismo tiempo varias mujeres» (cf. Ant. XIV 12, 1; XV 9, 3; XVII 1, 2); costumbre de que él hizo uso (Bell. V 9, 4; Vita 15). En realidad, esto apenas se practicó, sobre todo entre los campesinos y en los círculos pobres. Sin embargo, la poligamia sucesiva se hizo posible con las facilidades dadas al divorcio, aun cuando se dificultara éste con la devolución a la esposa de su escritura de boda, que le servía de garantía en caso de separación. Contra la multiplicidad de matrimonios, así como contra la costumbre muy frecuente de casarse con las sobrinas, se expresan los hombres de Qumrán, según se desprende del Documento de Damasco, que pertenece a su secta. Consideran la poligamia como una prostitución y fundamentan la monogamia en Gn 1,27; 7,lss; se disculpa la poligamia de David por el hecho de que «no había leído el libro de la Ley, que estaba sellado en el arca; pues no se había abierto en Israel desde el día de la muerte de Eleazar y de Josué y de los más antiguos que servían a las astartés, sino que estuvo oculta hasta que surgió Sadoc» (Dam. A 4, 21-5, 4). Esto, en su oculto lenguaje, significa que el Maestro de Justicia entiende la regulación del matrimonio en la Escritura en el sentido de una prescripción de la monogamia, y así lo manifiesta. En el mismo contexto (5, 6-11) se califica al matrimonio con la sobrina como incesto, lo que se fundamenta en la prohibición de Lv 18,13 del matrimonio entre parientes M.

Los israelitas consideraron el divorcio como uno de los privilegios de Israel: Dt 24,1 lo posibilita legalmente. Según la tradición rabínica, dijo Yahvé: «En Israel he dado yo separación, pero no he dado separación en las naciones»; tan sólo en Israel «ha unido Dios su nombre al divorcio» (TP Qid. 1, 58c, 16ss). Entre los rabinos Sammay e Hillel se entabló una polémica a propósito de la interpretación de «algo vergonzoso» que aparece en Dt 24,1. Su polémica se le presentó a Jesús (Me 10,2-9). Sammay refería al adulterio esta expresión no del todo clara 3S; el judeocristiano Mateo sigue dicha interpretación (Mt 5,32; 19,9). Por el contrario, Hillel llegaba a decir que sucedía algo vergonzoso «incluso cuando la esposa había dejado que se quemara la comida». Posteriormente, el rabí Aqiba afirmaba ni más ni menos que el marido descubría algo torpe en su mujer «si encontraba otra que fuera más hermosa que ella» (cf. Git. 9, 10; Ket. 7, 6; Sifré Deut. 269 a 24, 1). Hillel se impuso rápidamente. J. Leipoldt expresa la sospecha de que su dictamen se debió al conocimiento de los peligros de las desavenencias en el matrimonio, que provocan los malos tratos de la mujer e incitan al marido al adulterio36. El divorcio adquiere carácter legal con el libelo de repudio, que presenta el marido a la mujer 37, con lo que sucedía que era éste quien le imponía sus términos a ella. Pues sólo era el marido y no la mujer el capacitado para romper el matrimonio, lo que ponía a la mujer al arbitrio del varón. Los hijos determinan de manera decisiva la posición de la mujer. Esto se ve claramente en el llamado matrimonio de levirato; cuando un hombre muere sin dejar descendencia, su hermano está obligado a dar al muerto un heredero con su viuda (Dt 25,5ss).

El sentido del matrimonio no lo da la comunidad de vida entre sus miembros, sino la procreación de descendencia. Esto influye también en la posición de los hijos. El niño no cuenta como algo en sí, sino en cuanto sucesor, que en su día será adulto. Por esta razón se aprecia mucho más al hijo que a la hija, como se desprende claramente del procedimiento mencionado del matrimonio por levirato. «Bienaventurado aquel cuyos hijos son varones y ¡guay! de aquel cuyos hijos son hembras» (TB Qid. 82b). Los hijos son un don y un regalo de Dios x. En Israel no existe la exposición de niños; jurídicamente, son éstos propiedad de su padre, que puede obrar con ellos a su arbitrio. Sin embargo, los rabinos hablan de la inocencia de los niños; un niño de un año todavía no ha probado el gusto del pecado (TB Yotná 22b).

Un midras tardío refiere que la Sekiná marchó al exilio no con el Sanedrín ni con las secciones sacerdotales, sino con los niños (Eka Rabbati 1, 6), y que se puede decir que el mundo se mantiene sólo por el aliento de los niños (TB Sab. 119b). Pero de esto no se dedujo una noción de lo que en realidad es un niño. En el niño los rabinos sólo veían al futuro adulto. Del rabí Dosa ben Arkinos se ha transmitido esta sentencia: «El sueño de la mañana, el vino del mediodía, la charla con los niños y el demorarse en los lugares de encuentro del vulgo sacan al hombre del mundo» (Abot 3, 14). Los rabinos podían discutir sobre el deslino de los niños muertos prematuramente, porque aunque se les consideraba inocentes, no habían podido aún tener merecimientos con obras ile la Ley.

Los rabinos llegaban a la conclusión de que los niños de los que no eran israelitas no tendrían participación alguna en el mundo futuro y sí los hijos de Israel por su pertenencia a Israel. Hay que contar con la posibilidad de que durante la lucha de partidos judíos se hubiera imitado esa promesa a los hijos de los justos, equiparándose a los hijos de los no israelitas los del íam-ha-ares, es decir, los del pueblo que no habían observado la Ley al modo farisaico. La instrucción del niño en la Ley por su padre comienza pronto. Al punto que sabía hablar le inculcaba el «escucha, Israel», la declaración fundamental de fe de Israel, y le enseñaba los primeros preceptos de la Ley, pues «a aquel que le enseña a su hijo la Tora se le tendrá en cuenta como si la hubiera recibido del Horeb» (TB Sukka 42a; TB Ber. 21b). La instrucción recibida del padre prosigue en la sinagoga. Con la pubertad comienza la plena enseñanza de la Tora y el hombre adulto asume la responsabilidad personal por su modo de vida. Esto es válido para los hijos, pero no para las hijas, que si tienen frente al padre las mismas obligaciones de éstos en lo tocante a su cuidado y servicio, hasta el de lavarle los pies, no poseen, en cambio, los mismos derechos. En los sucesorios, los varones tienen prelación sobre las hijas.

La potestad paterna sobre éstas es ilimitada. Es el padre quien las desposa, a ser posible antes de los doce años y medio, por no ser necesario hasta entonces para el desposorio su consentimiento, en tanto que la hija mayor de edad —es decir, mayor de doce años y medio— debe prestarlo. Aun en este caso, el importe de la compra de la hija mayor de edad pertenece a su padre. Aquí surge la pregunta de cómo podrían conocerse los jóvenes si las muchachas nubiles pasaban la mayor parte del tiempo recluidas en casa. De hecho, eran muchas las bodas que se realizaban sin que sus contrayentes se hubieran conocido antes.

Para la juventud ciudadana, recluida en proporción mucho mayor que la campesina, desempeñaba un importante papel un acontecimiento sobre el que se expresa así el rabí Simeón ben Gamaliel I: «No había día festivo para Israel como el 15 de Ab y el día del Perdón. Durante ellos, las hijas de Jerusalén salían con vestidos blancos, prestados, para que no se avergonzaran las que no los tenían; todos los vestidos estaban recién lavados y las hijas de Jerusalén salían y danzaban en las viñas. ¿Y qué decían? 'Joven, levanta tus ojos y mira lo que escoges; no dirijas tus ojos a la belleza, dirige tus ojos a la familia'». Y en este contexto se dice: «El que no tenga mujer, que vaya allí» (Taan. 4, 8; TB Taan. 31a; TP Taan. 4, 11, 69c 47). Cuan fuertes eran los vínculos que ataban a las mujeres y los niños a la casa del padre lo indica el hecho de que eran responsables de las deudas de éste y podían ser vendidos con él como esclavos por deudas (Mt 18,25).

Sobre este telón de fondo de la posición de la mujer, de las relaciones matrimoniales y de la valoración del niño destaca en su debido relieve lo que significó el hecho de que Jesús trajera mujeres a su comunidad, las instruyera en su doctrina y las hiciera personas plenas ante Dios; el que fundara la indisolubilidad del matrimonio monogámico en la voluntad de Dios, protegiéndolo del capricho del varón, y el que, en su conocimiento de la naturaleza infantil, prometiera a los niños el reino de Dios y exhortara a los adultos a ser como niños ante Dios. Es ésta, dentro de la rígida •organización de la vida en Palestina, una manera de proceder que se basa en unas atribuciones que deben tener su propio fundamento.

Con mayor claridad todavía destaca la actividad de Jesús dentro de su mundo circundante, cuando se observa que apenas hay nombres de mujeres «que mencionen a Dios o exijan la noción de Dios como complemento» y que no se ha derivado ninguna forma femenina de las palabras fundamentales, como 'santo', 'justo' o 'piadoso'40. Fue el trato que dio Jesús a la mujer y a cuanto la rodeaba lo que le confirió a ésta por primera vez dentro del ámbito judío la plenitud de su valía personal y religiosa.



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